La princesa de cristal
se había acostumbrado a su pena.
Cada noche,
cuando ya no había nadie observándola,
lloraba.
Como cosa de rutina.
Y por las mañanas, al despertar
maldecía su vacía existencia.
Para luego levantarse
y sonreír a sus súbditos,
que confundían su infelicidad
con intocable belleza.
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